martes, 15 de diciembre de 2009

cocina sonorense

Ponencia presentada en el XXII Simposio de la Sociedad Sonorense de Historia
Noviembre de 2009

MSP José René Córdova Rascón
Sociedad Sonorense de Historia
wamba98@yahoo.com


Estos apuntes están hechos con toda la intención de que sean prontamente precisados, desacreditados, superados y obsolizados por nuevos trabajos más específicos, mejor documentados y más amorosamente investigados. Trata de mostrar una posible periodización, la utilidad de algunas fuentes y plantear cuestiones pendientes y vacíos inconmensurables.

Los arqueólogos han incluído tradicionalemente este aspecto en sus reportes de excavación, en parte debido a que el registro material de la alimentación resulta frecuente y en ocasiones no sólo abundante sino casi exclusivo sobre el modo de vida de sociedades desaparecidas y constituyen la primera fuente para una historia del asunto.

La primera cuestión a considerar en una historia de la alimentación o más propiamente de los estilos y productos de dicho proceso es el medio ambiente, que determina no sólo el clima, la precipitación y la altura sino también la cercanía a los recursos marinos, abundantes en nuestro caso y la disponibilidad de plantas y animales sino que además determinan las posibilidades de la agricultura y la ganadería o sus características y técnicas.

La primera constatación es a la vez obvia y necesaria: vivimos en el Desierto Sonorense, entre el Golfo de California y la Sierra Madre Occidental, en el límite norteño de las plantas tropicales y los manglares.

Esta diversidad geográfica determina la abundante disponibilidad de recursos marinos, la presencia de praderas adecuadas para grandes herbívoros, plantas que se esfuerzan en difundir sus semillas con profusión y la posibilidad de la agricultura en espacios limitados por la presencia errática de las lluvias y la temporalidad de los ríos y arroyos en cañones y los valles estrechos del somontano, con la posibilidad de recolección en los bosques mesófilos capaces de proveer no sólo leña sino presas de caza mayor y menor.

Y con esto llegamos a lo que podría ser el principio y fin de este trabajo: la carne asada, reina del imaginario local desde hace por lo menos veinte mil años, cuando llegaron los primeros inmigrantes armados de herramientas líticas y la capacidad de controlar el fuego a una tierra donde existían todavía ejemplares de la megafauna del pleistoceno. La cuestión de si esta megafauna fue llevada a la extinción por la cacería o por el cambio climático sigue abierta.

Pero no sólo de carne asada viven los hombres y las mujeres por muy paleolíticos que sean, la recolección de frutos, semillas y plantas silvestres formaba parte importante de la dieta de estos primeros pobladores y así podemos suponerlos recolectando pitahayas, tunas diversas, calabazas de coyote, péchitas, bellotas y otras delicias de las que todavía disfrutamos de manera ocasional hasta la actualidad.

Por sus limitadas necesidades y recursos las técnicas de preparación eran bastante básicas: asado, hervido, aplastado y podemos suponer que también cocido incluso antes de la introducción o invención de la cerámica, así que podemos imaginar un menú arcaico compuesto de atole de péchita o de otras semillas, carne asada, mezcal en penca y quelites varios.

Hace casi cuatro mil años llegó a estas tierras la agricultura desde Mesoamérica con el complejo maíz-frijol-calabaza-chile que desde entonces forman parte cotidiana de nuestra dieta. Este también es el momento en que se empiezan a diferenciar más claramente las tradiciones arqueológicas que ocupan nichos ecológicos mas o menos definidos: Trincheras/Hohokam en el desierto, Río Sonora/Casas Grandes en la Sierra, Seris en la Costa Central y Huatabampo en las llanuras aluviales y somontano del sur de lo que hoy es Sonora...

Pero la disponibilidad de estos nuevos cultivos no hizo que aquellos nuestros ancestros abandonaran la caza y la recolección y así tenemos que los huesos encontrados en una excavación del Río San Miguel muestran venado cola blanca, conejos, liebres, sapos, codornices, ardillas, tuzas, jabalíez y armadillos...

El maíz es parte importante de nuestra cultura gastronómica gracias a un proceso que no hemos podido exportar hasta tiempos bastante recientes: la nixtamalización que gracias al cocimiento en un medio alcalino disuelve la cubierta del grano y mejora el sabor, la textura y la digestibilidad, añade calcio y mejora la biodisponibilidad de hierro, cobre y otros minerales.

No queda claro si los tamales fueron inventados en esta época o llegaron con los misioneros, de cualquier modo parece que Sonora ha tenido mala suerte en la repartición de la gran variedad de tamales del continente: nuestras variedades aunque sabrosas no tienen la exhuberancia de los chiapanecos, el exotismo de los barbones de camarón o el preciosimo de la masa colada yucateca.

El frijol muestra todavía la división de las tradiciones arqueológicas y junto con el resistente y arcaico tépari cuyo cultivo fue prontamente abandonado en el altiplano tenemos el consumo entusiasta de las variedades comerciales de pinto en el norte y bayos en el sur del estado donde agregan el más tropical yurimuni de manera ocasional.

Las misiones trajeron no sólo una reorganización social de grupos dispersos por las epidemias sino nuevos cultivos y animales domésticos, sobre todo permitieron que los pueblos indios conservaran buena parte de la escasa tierra cultivable y el acceso al agua, compartiendo la práctica de la ganadería con los rancheros y colonos en una desviación clara de lo que marcaba el modelo oficial colonizador.

Con los misioneros y colonos no solo llegaron el tabardillo y la viruela sino las vacas, borregos, cabras, gallinas, cerdos y caballos que terminaron tarde o temprano en una olla junto con trigo, frutales, ajos, cebollas y papas después de lo cual se podría consumir chocolate y caña de azúcar.

El menú de la expedición de Anza a la Alta California revela no solo la disponibilidad de alimentos sino la división de su consumo según la posición social: para el capitán se compraron jamones, biscocho, chorizos, chocolate, vino, quesos, aceite y vinagre, arroz y especies: pimienta, clavo, canela y azafrán.

Para los colonos había: harina de trigo, pinole (la fuente no dice si de trigo o maíz), frijoles, chocolate, panocha, ron y el misionero y algunos colonos avezados llevaban carne seca, grabanzos y manteca de cerdo.

Las misiones trajeron nuevas formas de preparación y nuevos platos: pozoles para los días de fiesta y trabajo común, trigo en platos tradicionalmente preparados con maíz como pinole, tortillas, atole y pozoles, cocidos, arroces, productos lácteos como queso y requesón y licores destilados, chocolate y probablemente en esta época aparecieran los burritos y la carne con chile a partir de versiones previas o importaciones del altiplano.

Aquí una nota al margen para mencionar la curiosa coincidencia de los prejuicios locales contra el cerdo y la separación de la carne y los lácteos, que pudo romperse sólo con la invención de los tacos caramelo a fines del siglo XX con los preceptos kosher y podría indicar la presencia criptojudía en el pasado regional.

Hay una ausencia que definió en buen parte el caracter de la cocina sonorense como de preparación sencilla y sin adornos: la falta de centros urbanos grandes o pequeños y de manera más definitiva la ausencia hasta fines del siglo XX de conventos de monjas de clausura que pudieran dedicarse a perfeccionar los platos regionales y recombinar de maneras más imaginativas y preciosistas los ingredientes locales. La cocina sonorense es una cocina de mujeres trabajadoras.

Con la independencia llegaron nuevas influencias, nuevos productos y nuevas maneras de comer, se abrieron los puertos al comercio internacional, llegaron inmigrantes no ibéricos en mayor abundancia (aunque ya había habido jesuitas centroeuropeos no sabemos todavía que tanto pudieron influir en la gastronomía local) y se tuvo un acceso más estable a productos de lujo europeos.

En esta época inicia el romance sonorense con la cerveza con la instalación de las primera fábricas comerciales en Magdalena o Guaymas a principios del siglo XIX que competiría en el gusto de los aficionados al alcohol con los resabios del tesgüino de maíz, el vino de sáuco prehispánicos y el mezcal de raigambre colonial.

Toda la moda entonces era francesa, en las ideas, en el vestido y en la cocina, pero al parecer sólo afectó a la élite y quizá las calabacitas con queso que acá llamamos colachi (de collage?) sean un resabio de una ratatouille tropicalizada.

Es probable que en esta época hayan empezado a consumirse los primeros antojitos mexicanos (gorditas, tostadas, sopes) y se haya inventado la chimichanga sobre la que tanto se ha escrito al norte de la frontera.

También aparecieron los enlatados, inventados o popularizados en las campañas napoleónicas y portadores de un aura de modernidad y tecnología de punta que debería servirnos de advertencia sobre los nuevos cantos de sirena en el ámbito alimenticio. Ahora sabemos que estaban contaminados con el plomo que soldaba las tapas...

En 1881 justo antes de la construcción del ferrocarril que conectaría la región con las redes internacionales de comunicación terrestre un decomiso de las aduanas del Sásabe y Magdalena nos da una idea de las novelerías de aquellos tiempos: azúcar blanca refinada, nueces y manzanas secas, latas de fruta, jamones ingleses y sardinas, café y arroz. Más o menos el surtido de los tendajones pobres actuales...

En esta época no sólo se incrementa la presencia no ibérica con alemanes, franceses, italianos y estadounidenses sino que llegan los chinos con su asombosa capacidad de producir verduras frescas y nos enamoran del apio, el cilantro y los pepinos...

De esta época son quizá el repollo con chorizo (¿chucrut con salchicha?), la sopa seca de pasta, los fiambres, las cremas de vegetales, los sandwiches y los hotcakes...

Con el siglo XX llega la Revolución, los grandes movimientos de población, la industrialización, la irrigación y se acentúa el caracter exportador de materias primas y consumidor de productos industrializados de la región, en lo que se empobrecen el contenido nutricional de la dieta local y se abandonan paulatinamente las prácticas de recolección y uso de las plantas y animales silvestres:

La dieta serrana a principios del siglo XX incluía más carne, más garbanzos, más leche y atoles de distintas clases que a mediados del siglo cuando los huevos y pollos producidos de manera industrial se hicieron disponibles y mucho más que a final de siglo, donde por el alto precio y la escasa disponibilidad los consumidores obtienen sus proteínas de huevo y pollo industrial, carnes frías y atún enlatado, y han sustituido el atol de péchitas, masa o garbanzo por atole de maicena o sodas y las tortillas gordas por maizoros.

Pero la modernidad no es solo empobrecimiento nutricional, como lo muestra el milagro de los hotdogs de Hermosillo, que junto con la Universidad de Sonora surgen en el último tercio del siglo XX, en la breve ventana de oportunidad que ofrece la presencia simultánea de embutidos industriales y pan artesanal con la demanda estudiantil de una comida abundante, barata, rápida, divertida y moderna.

La concentración de la oferta en un espacio físico limitado ha llevado este plato a alturas inimaginadas en Nueva York o el Centro de Europa: papas fritas, queso fundido, cebollas caramelizadas, frijoles, jalapeños, chiles güeritos, salsas, pepinos, pickles, guacamole, champiñones y un largo etcétera...

La cocina sonorense ha estado marcada por una baja autoestima al compararse con las preciosidades y exotismos de otras regiones del país, sin poder apreciar las ventajas de su caracter honesto (lo que ves es lo que hay), práctico y generalmente saludable de los platos tradicionales que ante el reto de las presiones de la vida postindustrial se van abandonando primero a las festividades, luego a las abuelas y luego a los recetarios arqueológicos, a la nostalgia o al completo olvido.

La abundancia de nuevos sabores, ingredientes y técnicas culinarias que ofrece el mercado global produce por un lado esta pérdidad progresiva que espero no sea irreversible y podamos pronto tener un restaurante que sirva las delicias tradicionales con una intención de recuperación y recreación más allá del folclorismo para turistas de los existentes.

Pero también tenemos nuevas respuestas y propuestas a esta globalización como el sushi de carne asada vendido en las banquetas de la región, o la afortunadamente desaparecida machaca de lata... en el juego de la globalización los sonorenses necesitamos revaluar nuestra tradición gastronómica y sus valores nutricionales como un ejercicio de revalorización de nuestro lugar en un mundo cada vez más uniforme donde hay que saber transitar con gracia de lo propio a lo ajeno a lo exótico, después de todo, al tragón se le conoce por la forma de agarrar el taco...